Amazonía: Comiendo con los Waoranis
Lo más difícil de un viajero es no ser un turista. Después de una ardua búsqueda para encontrar un guía que nos adentrara en la Amazonia ecuatoriana, finalmente conseguimos una persona que nos acompañaría en una aventura al margen de las agencias turísticas y experiencias comerciales.
Antonio, nuestro guía, nos recoge a las 6 de la mañana en el hostal. El viaje en todoterreno desde El Tena hasta el embarcadero del rio Curaray donde cambiamos el medio de transporte a una canoa, duró 4 horas por carreteras infames y con un conductor ligeramente kamicaze.
En la canoa nos esperaban Menare y su familia, Waoranis, que nos acompañarían durante dos días rio abajo hasta la comunidad de Zapino donde ellos viven y pasaríamos los próximos días.
Los días de viaje por el rio fueron en si mismos una completa aventura. Cada pocos metros había que bajarse a empujar la canoa debido al bajo nivel del rio en esta época o también por los numerosos árboles caídos, que había que cortar a machetazos. El cargamento de caña de azúcar que llevábamos nos servía de fuente de energía y agua de boca. De la canoa pendía un hilo de pesca con un gran anzuelo que sacábamos con sabrosos Bagres (pez gato) de vez en cuando. Las horas pasaban serpenteando las numerosas curvas que el rio nos proponía, contemplando el maravilloso entorno, escuchando el ruido de la selva e hipnotizados con las historias que nos relataban Menare y Antonio.
Historias que trataban sobre fieros guerreros Waorani en épocas de los “no contactados”, sobre costumbres de su vida cotidiana como la caza, recolección y alimentación o métodos de curación a través de plantas y recursos naturales.
Antes de que el sol desapareciera sobre las cinco de la tarde, el objetivo era encontrar una playa a orillas del rio donde poder montar nuestro campamento, encender un buen fuego y cocinar. Arroz blanco, sopa de bagre y plátano hervido fue el menú de aquella primera noche. Un fantástico hornillo de hierro que funcionaba a leña y una olla ennegrecida por el uso colgando sobre la hoguera fueron los utensilios utilizados para aquel festín. Durmiendo sobre la arena y escuchando la gran sinfonía que tiene lugar cada noche en la selva, conectamos con Morfeo.
A la mañana siguiente y después de unas cuantas horas más en canoa y rio abajo, iniciamos una caminata a través de selva primaria bajo una lluvia torrencial, con el pequeño de la familia, Davo, abriéndonos paso entre la densa vegetación llegamos a la Comunidad.
Los días en la comunidad de Tzapino pasaron rápido. Los hombres Waorani dedican la mayor parte del tiempo a pescar, cazar y mantener las canoas, sin embargo las mujeres aparte de cocinar, ahumar, fermentar y preparar bebidas de todo tipo de plantas y semillas también recolectan, tejen, lavan y cuidan de los niños. Allí pudimos conocer y compartir con Minkay, toda una leyenda, el único Waorani que queda con vida de los primeros contactados, guerreros que ejecutaron la matanza de los misioneros americanos que se adentraron en la selva para contactarlos.
Todavía quedan algunas casas hechas de hoja de palmera como solían ser antes del primer contacto con los misioneros en la década de los 50 y su posterior evangelización. Actualmente la mayoría de las casas son de tablas de madera. Esta evangelización supuso que los Waorani perdieran una parte importante de su cultura e identidad llegando a renegar y avergonzarse de éstas.
Nos enseñaron a utilizar sus instrumentos de caza, como la lanza o la cerbatana, sus trajes ceremoniales y sus pinturas corporales, básicamente las semillas de achiote frescas humedecidas con agua. Recolectamos semillas para hacer chicha a base de yuca masticada y Unguraghua, una bellota amazónica rica en grasas y aceites con sabor a fruto seco; sacamos el corazón del mejor palmito que hemos probado en la vida; pescamos, cocinamos y ahumamos pirañas e incluso nos deleitamos con las hormigas limón y con el Chontacuro, la larva que se extrae de la palmera Chonta. Antonio, el guía, criollo de 72 años nacido y crecido entre esta vegetación nos enseñó a sacar agua para beber de las lianas, a elaborar el antídoto para mordeduras de serpiente y diferentes técnicas para sobrevivir en la selva.
Aun a pesar de que apenas tienen contacto con extranjeros y la mayoría de ellos no domina el castellano, nos hicieron sentir parte de la comunidad durante nuestra estancia, nos pusieron nombres locales Nampa (flecha) y Bore (hormiga trabajadora), y nos recordaron como se puede vivir solo de la naturaleza utilizándola y protegiéndola. De allí nos fuimos cargados de energía y con nuestra mochila llena conocimientos que nos costó arrastrar en nuestro viaje de vuelta, empujando la canoa durante casi 12 horas rio arriba.